domingo, 14 de noviembre de 2010

La Última Cena


Una imagen de la instalación en la galería Fernando Serrano. El texto que acompañó a la acción está más abajo.

Estuve invitado hace unos días, como os anunciaba, en la galería Fernando Serrano con objeto de llevar a cabo una acción o performance, como se suele nombrar a estas cosas ahora. La Última Cena tenía como objeto reflexionar sobre la pintura y sobre nosotros mismos a través del montaje de una mesa para trece, Jesucristo y los doce apóstoles, pero con el formato actual de las mesas tal como las encontramos en las celebraciones. Una mesa larga y al fondo, dejando un lateral largo para el tiro de cámara, como tantos pintores y grabadores la han dispuesto a lo largo de estos casi últimos dos mil años, y sobre ella únicamente lo que cuenta la Biblia: vino, aceite, pan y sal. Un montaje al fin y al cabo muy cinematográfico, con una silla caída en el suelo, reflejando que algo grave pasó en aquella velada (a Judas Iscariote le acusaron nada menos que de ser un traídor), y un único cuchillo sobre la mesa, el de Pedro. Pero al margen de simbolismos, que eso en realidad fue lo de menos, ofrecí esa reflexión de la que os hablaba, y que va en realidad dirigida a los artistas, a quienes ofician a diario sobre una tela o sobre una tabla, con un lápiz o una gubia, con las manos en suma, para crear. Crear y emocionar con esas creaciones. Pero mejor será que leáis, si os place, este que allí relaté.



Os voy a contar un cuento.


En el principio de todo esto, el hombre tuvo necesidad de ampararse en la idea de dios. Por eso lo creó. A su imagen y semejanza.


Durante largos milenios este dios tuvo distintas formas, aunque todas representarían la misma idea de ese SER TOOOODOPODEROSO capaz de crear el cielo, la tierra, y todas las cosas que en el cielo y la tierra son. Pero resultó que a medida que el hombre fue descubriendo la razón que había detrás de esta cosa o de aquella otra, cuando fue averiguando los mecanismos que mueven el mundo, se fue desembarazando de algunos dioses que ya no le eran necesarios.


Así vino a ocurrir, en resumidas cuentas, que llegó el día en que no necesitó más que uno, un dios, y ese ser único, al ser eso, único, terminó imponiéndose a todos los demás, hasta reinar sobre los cielos y sobre todas las tierras que él mismo había creado.


Algunos de nosotros, por lo que aventuro en vuestras sonrisas de mona lisas, ya no vamos necesitando ni tan siquiera esa idea de dios todopoderoso creador del Cielo, de la Tierra y de todo lo que en ella hay. De hecho, muchos alternábamos el biberón con los Stones, que simpatizaban con el diablo, o con ese señor Anderson, que parecía un flamenco cuando tocaba la flauta, aquél que desde la portada del Aqualung, un álbum entonces prohibido en España, nos contaba algo parecido a lo que les avisaba servidor al principio: recuerden aquello de que in the beguining the man created god...


En resumidas cuentas, que ahora vamos conociendo la inutilidad de ese ser superior. Inútil incluso para el sobresaliente empeño, cada vez más explicable y conocido, de ser o causar el origen de todo este lío en el que andamos metidos: la propia existencia.


Tal como asegura Stephen Hawking en su última obra, de reciente aparición y que pronto se presentará traducida al castellano, Dios no hacía falta para meterle el cerillo al asunto y provocar el Big Bang. De hecho, el conocido y controvertido acelerador de partículas tiene entre otras la misión de darnos a conocer qué ocurrió en el instante siguiente a la Gran Explosión. Y eso es acercarnos ya lo suficientemente a la Creación como para andar adorando a un señor con barbas que todo lo puede y todo lo jode. Para esto último, léase simplemente la prensa del día.


Para muchos otros, en cambio, la idea de Dios único y omnipotente que nos ha acompañado en los últimos milenios, justamente desde la herejía akhenatónica hasta ahora, sigue siendo lo suficientemente satisfactoria, al menos, para que algunos vayan a misa todos los domingos y fiestas de guardar, y por supuesto para cubrirles ciertas necesidades: la más perentoria de ellas, poder entender que no estamos solos y que por ahí debe haber alguien que vela por ellos. Qué Dios les ampare.


Lo de un Dios único y verdadero, como auspician todas las religiones del libro de forma más o menos categórica (para esto, que le pregunten a Salman Rushdie), nos llegó a las culturas mediterráneas desde el Oriente Próximo. Más o menos debió surgir en la misma zona desde la que penetró hasta el Antiguo Egipto y dónde no llegó a prosperar más allá de la XVIII dinastía, en la que nació, se desarrolló y feneció. Pero el que la sigue, la consigue, y unos mil años más tarde, ya estaba de nuevo esa idea de un Dios único y verdadero, todopoderoso y omnipotente, velando por nosotros. Qué tío.


De hecho, en un tiempo con overbooking de profetas, como fueron los años en los que los julio-claudios mandaron sobre el mundo conocido y parte del por conocer, uno de aquellos profetas llegaría a alcanzar su objetivo. Precisamente este que cuentan que cenó con sus discípulos la víspera de ser vendido por uno de ellos, atrapado luego por milicias del ejército de ocupación, sometido a juicio por el abuelo de Herodes Agripa, compañero de andanzas juveniles de Cayo Julio César, Calígula o Sandalio, como prefieran, y luego condenado antes de ser ejecutado. Como marcaba la ley.


Nota al margen: refiérese lo de ejecutado después de condenado a Jesús de Nazaret. A Calígula, simplemente lo pillaron unos legionarios por banda y lo dejaron como un colador.


Desconocemos qué habría podido pensar por aquél entonces este Jesús de Nazaret de su postrer triunfo, cuando muchos años después de morir y resucitar, sus seguidores, una minoría fanática a tenor de las escasas fuentes de la época, se empeñaban no sin esmero en perseguir a todo bicho viviente que tuviera la ocurrencia de no creer en un dios único, verdadero y todo lo demás. Como marcaba y marca la ley. En este caso la del propio dios.


Miren ustedes por dónde, los persecutores que ya no eran perseguidos, sino todo lo contrario, acabaron con el generoso pastel romano. En el que cabían todo tipo de dioses. Ahora uno, aunque trino, y sanseacabó. La herejía que importó tan ricamente Akhenatón, al fin y al cabo y ya fuere por tablas o por muertas, mil y pico de años después, terminó triunfando.


Tocaba ahora montar el chiringuito. Pablo de Tarso, se ocuparía de ello. Y de manera eficiente. Vive dios.


Este prodigio de pragmatismo, sentaría las bases de la religión que llevaría el nombre de aquél profeta muerto por sus semejantes y a quien él no llegó a conocer. Pero había madera. Las enseñanzas del Maestro daban al menos como para construir una iglesia. Y él, la levantó. Lo de Pedro, es otra cosa. Sepan que una cosa es Zapatero, y otra Rubalcaba.


En todas las religiones hay una ceremonia fundamental, una liturgia, una celebración. En la católica se fijó la que Jesús el Nazareno dejó en la última cena pergeñada a sus discípulos: Haced esto en mi recuerdo, dijo. Partió el pan y lo dio a sus discípulos, luego escanció el vino y lo dio a probar a quienes deberían de reunirse, después de que ascendiera a los cielos, para continuar con la obra, el opus que le dicen, con la misión de dar a conocer la existencia de ese dios único y verdadero, todopoderoso y omnipotente, en cuya gracia la Humanidad se salvaría el día del juicio final. Porque todas las historias, como todos los cuentos, incluso esta que nosotros protagonizamos de manera consciente o no, la vida, tienen su final.


Es éste de la celebración, el momento más importante de los protagonizados por Jesús y sus discípulos. Aquél que habría de conmemorarse ya para siempre y sobre el que se establece toda la liturgia de una nueva religión que a la vuelta de los años se convertiría en la única permitida, en la que se iría encargando, cada vez con más afán, de perseguir a todo aquél que osara desviarse un ápice de las enseñanzas de Jesús de Nazaret. En esta película, como en todas, ya se sabe, siempre termina ganando el bueno.


A nadie de los presentes, a estas alturas, puede extrañar ya que siendo el momento más trascendente, el que se sigue celebrando en recuerdo y homenaje de dios hecho hombre, la Última Cena, su representación, haya sido una constante en los últimos dos mil años de la Historia del Arte. Que es otra historia.


Desde las húmedas y turísticas catacumbas romanas, hasta en el lienzo de algún que otro reputado artista contemporáneo, se ha venido representando esa escena, esta que tenemos también aquí. Esta que a alguno le ha servido, por ejemplo, para rastrear las costumbres culinarias de cada época o, si se quiere hilar más fino, las dietas y por lo tanto el progreso económico de una Humanidad que además de rezar se ha ocupado, y bastante bien por cierto, de vivir cada día un poco mejor.


Desde las citas bíblicas que sólo mencionan la frugalidad del pan, el aceite, el vino y la sal: lo que sería una cena habitual de una familia judía hace dos mil años, a los manteles rebosantes de tiempos más recientes, las últimas cenas nos hablan de un progreso y de una manera de entender la vida de la que el artista, de forma consciente o, lo que es mejor aún, inconsciente, ha ido dando cuenta.


Bueno será que nosotros ahora celebremos semejante fuente de información o de inspiración, o de las dos cosas a la vez, recordando sobre este bodegón mínimo que el artista, lejos de encontrar la salvación eterna, lo que afortunadamente pudo encontrar con su trabajo cotidiano, fue el modo de llevar unas habichuelas a casa, aunque fuera a cuenta de una institución, la iglesia, que poco a poco ha dejado de ser mecenas y amparo para los artistas.


Al mismo tiempo que desaparecía tan interesante patrocinio, estas estampas que hasta no hace mucho ilustraban en patinados bajorrelieves de latón los salones comedor de nuestros abuelos, fueron desapareciendo de galerías y bienales de arte, a no ser como hoy, que celebramos un tiempo nuevo, aunque no por distinto mejor, en que el artista, atado por la libertad de acción, no debería olvidar que lo esencial sigue siendo la creación en sí, la forma hermosa y el equilibrio en la composición, en los ritmos cromáticos y formales que siempre antes, como ahora y se representara lo que se representare, el artista ha buscado y debe continuar buscando.


En eso, algunos, no hemos cambiado. A los demás, que Dios les ampare. Ahí os dejo una creación, un bonito motivo. Se seguirá representando, pierdan cuidado. Tanto, no hemos progresado


Bernardo Romero


Noviembre de 2010. Galería Fernando Serrano


Parque empresarial del Molino de Viento. Trigueros (Huelva)

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