
Teníamos en casa una señora, tiempo ha, que a decir del común de los mortales que transitaban por la que entonces era concurrida morada, animaba las mañanas con sus cantes y las fiestas que le hacía a todo el mundo. Aquí servidor mismamente estaba en la cama tan ricamente y la señora llegaba a las nueve de la mañana, abría la puerta de par en par y te decía que ya era hora de levantarse, que tenía que hacer los dormitorios. Es evidente que algún leve encuentro tuve con tan amable, campechana y cantarina asistenta, pero el día que me encontré el jamón con más curvas que la carretera de Alájar y la consecuente merma en su peso y aspecto, no tuve un leve encuentro sino un encontronazo. Del encontronazo salí derrotado. Por goleada. Perdí semejante encuentro, resuelto a favor de la asistenta, como no podía ser de otra manera.
¡En mi casa no le gusta el jamón a nadie! Esa fue, de primeras y tras una leve insinuación de que el jamón había sido profanado en su perfecto corte, la respuesta. Tan increíble como imposible de refutar semejante argumentación mediante un diálogo razonado, así que opté por callarme y no discutir con el servicio, que es algo que por mucho que se tenga aprendido, no termina uno de aceptar. Pero en fin, me la tragué y me quedé con el jamón con medio kilo menos, que eso en realidad era lo de menos, sino el hecho de aparecer ante mi vista con tan desgraciado tajo que hería la sensibilidad y el limpio y perfecto corte, absolutamente paralelo a la linea del horizonte, que en mi cocina queda establecido por la encimera, poco más o menos.
El otro día estuve en Fuenteheridos, en casa de Matías y Raquel, que me regalaron (supongo que conocedores de los sinsabores de la cuesta de enero para un funcionario del estado... y docente además) un jamón de cerdo ibérico de bellota, raza Retinta y estirpe Silvela, una de las dos en que se divide esta pura raza de ibéricos, unos cerdos excelentes en el aprovechamiento de la montanera y que en el jamón, que es a lo que vamos, da unos perniles estilizados, de finísima caña y poco volúmen, como en la foto creo que se puede apreciar. Es sobre todo destacable que la proporción de grasa es mayor de lo normal en relación al músculo, cosa común en todas las razas de ibérico, es cierto, y mientras más puras sean, pues más todavía. En esta estirpe Silvela, como ocurre en la otra de esta raza, la Villalón, se pueden por lo tanto elaborar curaciones que sobrepasen los 24 meses habituales en la comarca serrana, en Jabugo, Cumbres Mayores, Cortegana o Aracena, por citar las cuatro plazas más importantes en cuanto a número de mataderos industriales de estas últimas estribaciones por el oeste de la Sierra Morena. En esta ocasión y viendo Matías la calidad y cualidades de los cerdos que sacrificó en febrero de 2006, decidió dar una curación larga a algunos de los jamones. Hace un par de semanas, estuve en su casa y probé uno de estos, y la verdad es que estaban en un punto excelente de maduración y sabor, muy medidos de sal y con las grasas, que al fin y al cabo son las que dan el sabor, muy infiltradas en el músculo. Fue entonces cuando al despedirme me largaron un jamón y otras exquisiteces serranas, de las que he ido dando cumplida cuenta esta semana, a excepción del jamón, que lo acabo de abrir, no por nada, sino porque tampoco era cuestión de tenerlo allí plantificado sin meterle el cuchillo limpiador, primero, y el cortador o jamonero propiamente dicho, justo a continuación.
De modo y manera que abrí una botella de Remelluri - uno de mis favoritos, mais non el único, l'unique avant Dieu et l'histoire, y procedí a abrir el jamón. Tal como el que probé anca Matías, era y sigue siendo, porque aún no lo he terminado -Michael Lemon y el senhor José Martins han prometido venir a ayudarme-, un jamón realmente excepcional, con unas cualidades organolépticas de cuidado, sabroso, enorme en la boca y perfumado de sierra, de otoño, con el punto justo de salazón, lo cual, después de cuatro años en bodega, le da un dulzor (sobre todo en el solomillo, que es por dónde voy) exquisito a sus carnes infiltradas por esas glorias de bajísima fusión que sólo el consumo de bellota da a los mejores perniles de ibérico puro.
En la imagen superior aparece nítidamente reflejado el primer ataque al pernil, ejecutado con sobriedad, no limpiándolo totalmente porque ya se sabe que esta es la mejor manera de que guarde sus propiedades más tiempo, aunque un jamón, una vez abierto, lo más recomendable es acabar la sinfonía lo más rápidamente posible.
Ayer, tras ejecutar esta primera pieza, un allegro ma non troppo, porque estaba solo, me fui al catre para que la media de Remelluri actuara convenientemente sobre mi sistema arterial, abriendo las venas y permitiendo una circulación generosa del riego sanguíneo, lo cual beneficia a un hipertenso tirando para delgadito como en realidad sono io. Cuando desperté, no sólo el dinosaurio seguia estando allí, sino que la asistenta había terminado la fugaz faena del giorno y se había largado con viento fresco (hacía una jartá de frío). Estuve enredando y luego viendo una peli (Cazador blanco, corazón negro) basada en la novela "La reina de África", en la que Peter Viertel, recientemente desaparecido, relata su experiencia con John Houston en el rodaje de aquella mítica película. No la había visto y tenía interés en verla, pues a Viertel lo conocí en un festival de cine en Torremolinos, cuando vivía allí con Deborah Kerr, su mujer. Incluso estuvimos invitados en la misma fiesta del año nuevo de 1992, donde también estaban Berlanga, Nakachian y su mujer, una cantante de ópera o algo así que se llamaba Kimera, y su niña, una preciosidad que había sufrido un secuestro años antes y que se dedicó aquella noche, la de la fiesta de Año Nuevo, a desplumar inmisericordemente a sus guardaespaldas jugando al póker en un discreto rincón del enorme salón donde los demás nos dedicábamos a castigarnos el hígado, sobre todo la entonces señora de John Carradine, el que hizo aquella serie de Kung Fu, y luego esas maravillas que son los volúmenes, como las enciclopedias, de Kill Bill de Tarantino. Por cierto que el Carradine estuvo espléndido, de generoso, toda la noche, al igual que el anfitrión de todo aquello que fue nuestro inolvidable amigo Luis Mamerto López Tapia, también recientemente desaparecido, como Carradine, como Viertel y nosotros de momento, no. Pero todo se andará.
En fin, que me fui a dormir la siesta y cuando volví, la asistenta ya se había marchado y yo me puse a escribir un rato. Luego vi la película que me ha entretenido ahora (pero me ha servido para daros envidia con la vida que in illo tempore gozé -ahora no es que me queje demasiado, que me riñen) y no me ha dejado terminar la historia. Que tampoco es para tanto, pero enlaza con el principio y por eso tiene gracia este breve ejercicio literario. El caso es que después de la película me dije a mi mismo, en pensamientos para no gastar saliva, porque total, estoy solo y yo me escucho con solo pensarme un momento, que una ensalada de jamón y unas madalenitas de chocolate - muffins de chocolate y nueces, que tengo la receta por ahí - podrían ser una buena alternativa a mi soledad, ay mi soledad. Y en efeto (no es una errata, es castellano antiguo y chistosamente macarrónico a un tiempo), me dirigí a la despensa, saqué un par de madalenas y luego abrí la nevera, éxtraje de sus iluminadas entrañas en tetrabrik de leche semidesnatada de la Cooperativa del Valle de los Pedroches (Covap para los amigos), un batolito granítico en plena morenez serrana (provincia de Córdoba) y a continuaçao dirigí mis pasos al jamón... y héteme aquí que tras descubrir el paño blanco de hilo de algodón basto que lo recubría, comprobé como a la asistenta que ahora tengo, ni a ella ni a nadie en su casa, les gusta el jamón. Hasta ahí podríamos llegar. E agora estoy qui (pronúnciese cuí) reparándolo, estableciendo su equilibrio horizontal en el corte, aislando el hueso y elaborándome para cenar, con esos recortes que estoy extrayendo del nuevo perfilado, una estupenda
Ensalada de escarola con jamón (mismo).- Se lava, corta y tiene en remojo de agua fría con medio limón exprimido, un trozo de escarola. A la media hora más o menos, para qué más, se pasa la escarola por la centrifugadora o, en el caso de que no la tengamos, la cogemos con las manos y la escurrimos con bruscos y enérgicos movimientos sobre el fregadero. En un plato de esos grandotes, ponemos rodajas de tomate cortadas muy finas alrededor, y en el medio se pone la escarola, ya limpia, secada y cortada pero no demasiado, que podamos jugar con el tenedor enredándonos en su terso verdor que vira al blanco, el muy mamón. Ponemos sal, no fina, que esa sal no sé para qué coño sirve además de para estorbar en la cocina. Mejor sal en escamas, y si son espuma de las salinas de Portugal, pues mejor y además mucho más barata, dónde va a parar, que la modernez esa de la sal Maldón o no sé cómo se llama, que las veo en los estantes del cortinglés y les digo siempre lo mismo, tequieiya, cojoné, un talego una mijita de sá. Y la dejo dónde estaba. Pues bien, se rocía la escarola y el tomate laminado con unas gotas, sólo unas gotas, de vinagre (D.O. Condado de Huelva, por supuesto) y por encima se disponen los recortitos, recortaos pero bien laminaos, del jamón que estamos intentando arreglar después de la tajá que alguién, no se sabe quién con exactitud, ha perpetrado en sus finas y hermosísimas líneas. Al momento de servir se ilumina semejante bendición con un hilo de aceite puro de oliva, virgen extra, como es natural. En el centro y en to lo alto, se coloca una aceituna negra. Deshuesada, por supuesto. A cómo qué sí que tiene buena pinta aunque no le haya hecho una foto. Pues hacedla, hijos míos de mi alma. Condiós.