martes, 23 de febrero de 2016

Fideos con caballas

Cuando empiezas a trabajar a las cinco de la mañana, a las nueve te comes un pan de viena con dos filetes empanaos dentro que ni te das cuenta. A la una de la tarde ya tienes otra vez ganas de comer y ni las olas ni el dolor en las manos de jalar la red te van a quitar las ganas. El patrón, que también es el cocinero, ha cogido cinco caballas vivas, relucientes, azules y grises virando al verde, y con sus propias manos les troncha las cabezas y las desangra, les saca las tripas y las pone al lado de un infiernillo sobre el que se calienta un cacharro de aluminio enlozado en rojo, abollado, de paredes finas y no muy altas, pero amplio. Sobre el aceite saltan unos dientes de ajo enteros, un pimiento cortado en tiras, dos tomates troceados sin más y una cebolla picada a juego con todo lo demás, de cualquier manera. Cuando la cebolla empieza a tomar color echa las caballas, les da unas vueltas, pone entonces dos hojas de laurel, echa colorante a discreción, pimentón, bastante, y un puñado de sal. Toma el cacharro, lo bandea de un lado a otro, lo vuelve a colocar sobre el breve fuego, cubre todo de agua, y tras limpiarse las manos el oficiante en un paño cuya mugre no permite adivinar su primigenio color o colores, se sienta en la borda del pequeño pesquero y enciende un pitillo. Me mira y sonríe. Le hace gracia que un hippie como yo se haya embarcao en la caballa, pero me respeta porque he puesto empeño, porque a la amanecida me había tomado una copa de aguardiente con ellos en el puerto y había pisado el primer pitillo del día con las botas de agua que un colega me había prestado, de un número mayor pero que me dieron el avío, aunque anduviera todo el día resbalándome dentro de ellas.
Nunca más me embarqué. Gané unos cuantos talegos aquél día, que no recuerdo si me los gasté todos del tirón o me duraron dos días, pero lo que me quedó para siempre fue el olor a sudor y a pescao, el andar entre las caballas en su última agonía, y la sencillez de las gentes de la mar. Cuando al patrón le pareció conveniente, echó dos paquetes de fideos gordos en aquella cazuela roja y tiznada por los bajos. Fueron los mejores fideos que he comido en mi vida, y los sigo haciendo siguiendo la sapiencia de las gentes de la mar, con suprema sencillez y de la forma más desahogada posible, tal como aprendí aquél día en mi ya lejana juventud cuando tuve la suerte y el honor de ser marinero aunque por un día solo fuera. Me quedan unos desdibujados recuerdos de aquella jornada y una vieja cartilla de embarque, un certificado en el que la comandancia de marina me reconoce como marinero y los principios fundamentales de cocina que me han guiado hasta ahora.
Si quieren hacer unos fideos con caballa de lujo, háganlos de este modo, sin complicaciones, verán cómo les salen estupendos, sobre todo si ese día han trabajado en lo que sea, pero duro y cumpliendo, en la oficina o en contramina, qué más dará. Si han sudado y se lo han ganado honradamente, estos fideos con caballas les sabrán a gloria. La vida, que yo recuerde, era entonces y sigue siendo hoy maravillosa. Pequeñas cosas que se engrandecen cuando estás con gente importante como la que conocí en aquella Punta Umbría inolvidable hace ya más de cuarenta años. Y parece que fue ayer.

1 comentario:

Susana Menéndez (gastronofilia.blogspot.com) dijo...

Amén amigo. La sabiduría y el placer suelen estar en las cosas más sencillas.